Propiedad intelectual: materiales para un debate…

Angel Ferrero
La actualidad del debate sobre los derechos de propiedad intelectual es incuestionable. No es necesario acudir a la biblioteca ni a las hemerotecas para comprobar que en los últimos años se han incrementado en los medios de comunicación las noticias sobre los derechos de propiedad intelectual, o mejor dicho, con su presunta violación.
La presión de la industria cinematográfica, discográfica y del videojuego sobre los gobiernos europeos –y muy especialmente el español, no hace falta decirlo– ha llevado a un endurecimiento de la legislación que amenaza seriamente a la creación intelectual y la investigación académica. Los ejemplos de los obstáculos a los que se enfrentan periódicamente escritores, artistas e investigadores han sido bien documentados. En el Reino de España, como sabéis, la arbitrariedad de los inspectores de la SGAE ha alcanzado cotas absurdas.
Esta ofensiva se ha encontrado, empero, con la resistencia de creadores, consumidores y organizaciones ciudadanas: desde los recursos de apelación a las denuncias de la SGAE resueltos en contra de la entidad y a favor de los denunciantes hasta la creación de alternativas como el software libre o las licencias Creative Commons. La credibilidad de todas estas iniciativas está fuera de duda. Sólo mencionaré dos datos recientes, aunque la estimación de éstos sea siempre motivo de debate: el primero es que cerca del 30% de los internautas de todo el mundo utiliza ya Firefox como navegador, y el segundo, que el 21% de los alemanes utiliza OpenOffice, una suite ofimática de código abierto y distribución gratuita. [1] Dos utilidades que, como cualquier usuario sabe, son muy superiores a las de Microsoft. Todo esto también es conocido y no me extenderé en ello.
Lo que ya no son tan conocidos son, en mi opinión, los análisis de este debate desde una perspectiva socialista. Hay evidentemente razones que lo explican: desde una izquierda que ha perdido sus antiguos referentes políticos –el comunismo soviético, los movimientos de liberación nacional del Tercer Mundo y la socialdemocracia y sus centrales sindicales– y se encuentra en proceso de reconstrucción hasta el oligopolio de los medios de comunicación. Pero también los recelos, razonables, de los partidarios de estas ideas hacia una izquierda demasiado a menudo anclada en viejos esquemas.
No menos cierto es que estas distancias se han ido acortando en los últimos años: tomad como ejemplo a Richard Stallman. Más de 12.000 institutos del estado de Kerala (India), gobernado por el Frente Democrático de Izquierdas (una coalición de partidos comunistas y socialistas) ha abandonado ya totalmente Windows por sistemas Linux. El software libre avanza en los países del ALBA. Las licencias Creative Commons se utilizan en más de 50 países. Todo esto son avances significativos y apuntan a que la bibliografía sobre el tema no hará más que aumentar en los próximos años. La Asociación Internacional para el Estudio de los Comunes, creada por la politóloga norteamericana Elinor Ostrom, recientemente galardonada con el premio Nobel de Economía, ha reunido una biblioteca digital con 50.000 referencias relacionadas solamente con la tragedia de los comunes.
Esta tarea, por desgracia, muchas veces nos sobrepasa a quienes en un momento u otro nos hemos dedicado a reflexionar sobre esta cuestión. Nuestra precariedad económica y académica no nos ayuda a abordar un tema verdaderamente complejo. Para empezar, el estatuto ontológico de la obra de arte (qué es y qué no es una obra de arte) así como su valor económico son aún hoy motivo de debate. No entraré aquí en esta cuestión, porque no dispongo de tiempo ni me siento calificado para ello. Si alguien está interesado puede echar un vistazo a Hacia una crítica de la economía política del arte (Madrid, Plaza y Valdés, 2008) donde se trata, entre otras, esta cuestión.
Hoy trataré de señalar dos aspectos que considero relevantes del debate. El primero es refutar la aparente novedad de esta polémica. Y digo “aparente” porque dista de ser nueva: a muchos investigadores (lo podéis comprobar en los artículos de Peter Linebaugh reproducidos en Sin Permiso, por ejemplo) no les ha pasado desapercibido que esta forma de expropiación capitalista tiene semejanzas con las Bills for Inclosures of commons (Ley de cercado de tierras comunales) del Reino Unido en el siglo XVI, descritas por Karl Marx en el vigésimo-séptimo capítulo de El Capital y que también tuvo lugar, con otras velocidades, en Alemania (Allmende), Francia (communaux)y España (ejidos). Estas expropiaciones fueron en palabras de Marx «decretos por los cuales los señores feudales se regalan a sí mismos las tierras del pueblo como propiedad privada» y «un golpe de estado parlamentario para transformarlas [las propiedades comunales] en propiedad privada.» De esta cuestión ha hablado Antoni Domènech en un artículo titulado “Dominación, derecho, propiedad y economía política popular”, que también podéis encontrar en Sin Permiso.
Nada de esto debería ser nuevo para un socialista, pero la situación de la izquierda que antes he mencionado nos conduce a esta falsa percepción y explica, como ha señalado Silvia Federici, la popularidad de las teorías autonomistas y su vocabulario entre una generación de activistas jóvenes con formación superior y trabajos precarios en las diferentes ramas de la industria cultural o la industria de la producción del conocimiento:
«Los marxistas autonomistas creen que este desarrollo [de las fuerzas productivas] está creando una nueva forma de “common” o bienes comunes, pues les parece de todo punto posible que el trabajo inmaterial represente un salto hacia adelante en la socialización y homogeneización del trabajo. La idea es que se habrían borrado las otrora decisivas diferencias entre distintas formas de trabajo (trabajo productivo/reproductivo, trabajo en la industria/agricultura, trabajo de cuidado), porque todas ellas (como tendencia) resultarían asimiladas en la medida en que comienzan a incorporar trabajo cognitivo. Y más aún, todas las actividades que de manera creciente se incorporan al desarrollo capitalista contribuyen al proceso de acumulación, y la sociedad se convierte en una inmensa fábrica. Es así que, por ejemplo, se esfuma la distinción entre trabajo productivo e improductivo. Y esto significa que el capitalismo no solo nos conduciría más allá del trabajo, sino que estaría sentando las bases mismas para convertir nuestra experiencia de trabajo en algo “común” ahí donde las divisiones comienzan a desmoronarse.
»Es relativamente simple averiguar por qué esas teorías se han hecho populares. Contienen elementos utópicos especialmente atractivos para los trabajadores cognitivos, el “cognitariado” como lo denominan Negri y otros activistas italianos. Con la nueva teoría aparece un nuevo vocabulario. “Cognitariado”, en vez de proletariado. En vez de clase obrera, “multitud”, probablemente porque el concepto de multitud expresa la unidad creada por la nueva socialización del trabajo, la comunalización del proceso de trabajo, la idea de que dentro del proceso de trabajo los trabajadores son cada día más homogéneos, pues todas las formas de trabajo incorporan trabajo cognitivo, computacional, comunicacional y así sucesivamente.
»Como he dicho, esta teoría alcanzó un alto grado de popularidad porque hay una generación de activistas jóvenes -con varios años de formación y postgrados- que ahora están empleados en trabajos precarios en las distintas ramas de la industria cultural o en la industria de producción de conocimiento. Y entre ellos esas teorías son muy populares, porque les sugieren que a pesar de la miseria y explotación que experimentan, sin embargo nos movemos hacia un nivel más alto de producción y de relaciones sociales.» [2]
El propio Karl Marx –si queremos remontarnos a los orígenes– escribió en 1842 una serie de artículos sobre los debates de la Dieta Renana cuando se debatía la aprobación de una ley sobre el hurto de leña y que no buscaba sino la liquidación del derecho consuetudinario. De este debate ha escrito Daniel Bensaïd que tiene hoy una extraña actualidad porque plantea el problema que hoy abordamos, a saber: el de la distinción entre una relación social y su interpretación jurídica:

«¿Es posible privatizar una idea, teniendo en cuenta que en el fondo un programa informático no es más que un elemento de la lógica aplicada, es decir, una parcela de trabajo intelectual muerto acumulado? […] La socialización del trabajo intelectual comienza desde la práctica de lenguaje, el cual constituye, indiscutiblemente y hasta que se demuestre lo contrario, un bien común de la humanidad no privatizable. […] Estos rompecabezas filosófico-jurídicos son fruto de las contradicciones, cada vez más explosivas, entre la socialización del trabajo intelectual y la apropiación privada de ideas, por una parte; entre el trabajo abstracto, cuyo sostén es la medida mercantil, y el trabajo concreto difícilmente cuantificable que desempeña un rol creciente en el proceso de trabajo complejo, por otra parte.» [3]

Esta reducción al absurdo que hace Bensaïd apunta a la línea de flotación del debate, que es la dificultad de atribuir la autoría de una obra intelectual a partir de la causalidad y del principio de apropiación original. Como sabéis, éste es uno de los argumentos favoritos de los defensores de la propiedad intelectual: si uno “mezcla” el trabajo propio con un recurso sin propietario se convierte en su propietario legítimo. Ahora bien, como sabemos por la historia, este “sin propietario” fue en realidad “propiedad común” o incluso en algunos casos “propiedad de la humanidad”. Y eso es lo que vivimos hoy en el terreno de la propiedad intelectual: una forma de acumulación por desposesión, por utilizar la expresión del geógrafo y teórico social estadounidense David Harvey.
Como además existen las más variadas formas de alienar este derecho (rara vez los creadores controlan su obra, que han de vender a las empresas que controlan los canales de difusión) y además la propiedad privada es una forma de monopolio, el propietario de una obra de arte puede excluirla de los museos públicos e incluso destruirla. No otra cosa hicieron los hermanos Chapmann en el 2003. Estos artistas británicos adquirieron 83 grabados de Los desastres de la guerra de Goya procedentes de una tirada única que se hizo en 1937 en beneficio de la República española y pintaron encima, haciéndolos irrecuperables. Legalmente nada se lo impedía: ya el jurista inglés William Blackstone definió la propiedad privada en el siglo XVIII como «dominio exclusivo y despótico que un hombre reivindica y ejerce sobre las cosas externas del mundo, con la exclusión total del derecho de cualquier otro individuo en el universo.» («that sole and despotic dominion which one man claims and exercises over the external things of the world, in total exclusion of the right of any other individual in the universe.») Esta definición continua siendo todavía hoy el fundamento en materia de jurisprudencia sobre propiedad intelectual.
Pero incluso existiendo la voluntad de algunos de los propietarios, pueden encontrarse con unas situaciones que Michael Heller ha calificado de “tragedia de los anti-comunes”, por oposición a la “tragedia de los comunes” de Garret Hardin. Según Hardin, que publicó por vez primera su teoría en 1968 en la revista Science, los recursos naturales compartidos o poseídos en común terminan por ser pasto de la sobreexplotación y el deterioro ya que, al no ser propiedad de nadie en concreto, nadie tiene ninguna razón (o "incentivo") para su conservación. Sin embargo, «en ocasiones se crean demasiados propietarios individuales de un solo recurso. Cada uno puede bloquear el uso a los demás. Si la cooperación fracasa, nadie puede utilizar el recurso. Todo el mundo pierde. Considérese el ejemplo de un hermano y una hermana que heredan la casa familiar. [...] Uno quiere alquilar la casa, el otro echarla a tierra. Si no pueden alcanzar un acuerdo, ninguno de los dos puede empezar a tomar acciones. La casa se queda vacía. Se ha llegado a un punto muerto (gridlock). Ahora imagínense la misma situación pero con veinte o doscientos propietarios. Si cualquiera de ellos bloquea a los demás, la propiedad se echa a perder. Ésa es una forma de bloqueo a gran escala: una tragedia de los anti-comunes oculta.» [4]
Pero si dejamos por un momento a los hijos pródigos discutiendo sobre qué uso dar al hogar paterno y acudimos a los libros de historia, nos damos cuenta de las proporciones que puede llegar a alcanzar el problema. Sirva esta pequeña historia, también de Heller, como ilustración:
«Durante la Edad Media, el Rin era una gran ruta comercial europea protegida por el emperador del Sacro Imperio. Los barcos mercantiles pagaban un modesto peaje por su protección durante el recorrido. Pero después de que el imperio se debilitase durante el siglo XIII, algunos barones alemanes construyeron por su propia cuenta castillos a lo largo del Rin y comenzaron a recaudar sus propios peajes de manera ilegal. El acoso cada vez mayor de las cabinas de peaje de los “barones del robo” hizo la navegación fluvial impracticable. El río continuó fluyendo, pero ningún barquero se preocupó más por hacer el viaje.
»Hoy, cientos de estos castillos en ruinas se han convertido en una hermosa destinación turística. Están tan cerca los unos de los otros que se puede ir fácilmente en bicicleta de uno al otro. Pero durante cientos de años todo el mundo padeció su existencia, incluidos los barones. El pastel de la economía europea se encogió. La riqueza desapareció. Demasiados peajes supusieron demasiado poco comercio. Para entender el bloqueo, sólo tenemos que actualizar esta imagen.» [5]
(No por otra razón en la Guerra Campesina en Alemania (1521-1526) los ejércitos campesinos incendiaron y destruyeron los castillos de los nobles en Turingia, Eichsfeld, Harz, en los ducados de Sajonia, Hesse y Fulda, en la Alta Franconia y Vogtland y, cuando se redactaron los Doce artículos que recogían las principales demandas de los campesinos, se incluyeron en ellos la abolición del vasallaje, la caza y pesca libre, el retorno de los bosques comunales, la reducción de las penas de trabajo, el respeto hacia el derecho consuetudinario, multas justas en vez de las antiguas multas arbitrarias y el retorno de las tierras comunales expropiadas por los nobles. Este latrocinio sin embargo hubo de durar hasta mediados del siglo XIX, cuando el ferrocarril desplazó al comercio fluvial y las potencias europeas se vieron obligadas a levantar las barreras comerciales so pena de encorsetar el crecimiento económico de sus naciones. De fabula te narratur.)
Además, el razonamiento de la “tragedia de los comunes” –que poco sorprendentemente se convirtió en el preferido de buena parte de los partidarios de las políticas de privatización– puede ponerse completamente cabeza abajo, como hizo G.A. Cohen, pues nada nos impide pensar que la tierra, en lugar de no ser propiedad de nadie, sea propiedad de todos, y que todos, en consecuencia, somos responsables de ella. Y quien dice la tierra, dice el conocimiento. El sociólogo norteamericano Howard Becker ha hablado de “redes cooperativas”, sin las cuales una obra de arte no puede llegar a tener lugar:
«Para que una orquesta sinfónica dé un concierto, por ejemplo, los instrumentos han de ser inventados, manufacturados y conservados, la notación tiene que ser concebida y la música compuesta usando esa notación, hay gente que ha aprendido a leer esa notación para tocar los instrumentos, tiempo y lugar para los ensayos ha de ser proporcionado, los anuncios y la publicidad del concierto ha de ser organizada y las entradas vendidas, y una audiencia de alguna forma capaz de entender y dar respuesta a la actuación ha de ser movilizada.» [6]
Con todo, el ejemplo de Becker no es en mi opinión preciso y se presta a objeciones. Se puede argumentar, por ejemplo, que el peso de los componentes de la red no es cabalmente el mismo. Si se destruyeran los instrumentos o la sala de conciertos para interpretar la partitura, los instrumentos o la sala de conciertos siempre se podrían reconstruir, pero no sucedería lo mismo si en vez de los instrumentos y la sala de conciertos se destruyera la partitura: son únicas e irrepetibles.
Esto nos lleva al segundo punto que quería tratar: el de la reproducibilidad técnica de la obra de arte. Aquí no podemos más que expresar nuestra enorme deuda hacia la obra de Walter Benjamin. La obra de arte, decía Benjamin, siempre ha sido reproducible. No sólo han existido copistas desde tiempos inmemoriales, sino que la producción artística ha ido cayendo desde hace siglos en el campo de la socialización y división del trabajo que caracteriza a la industria moderna.
En la Ideología alemana Marx y Engels nos informan de los talleres pictóricos y de la producción industrial de novelas en el París del II Imperio, y en el muchísimo más conocido Manifiesto comunista, de cómo la burguesía ha ahogado las ilusiones románticas «en las heladas aguas del cálculo egoísta.» Pensad por un momento en la vieja idea del genio creador: yo me formé en una facultad de ciencias de la comunicación y sé de buena tinta que un guión para cine o para televisión puede llegar a pasar habitualmente por las manos de hasta doce personas, cuando no se redactan directamente en equipo en arreglo a un plan y en colaboración con el resto de departamentos de producción.
Los nuevos medios de reproducibilidad técnica como la fotografía o el cine supusieron un cambio sustancial en las relaciones sociales vinculadas al mercado artístico, al permitir la reproducción virtualmente ilimitada de una obra de arte. El carácter único e irrepetible de la obra de arte quedaba atrás para siempre más: ya no hacía falta desplazarse al museo ni depender de copias imperfectas. El aura de la obra de arte, como la llamaba Benjamin, su hic et nunc (aquí y ahora), se perdía, pero lo que se perdía se ganaba en la democratización del arte. La reproducibilidad del arte sólo podía estar en el campo del progreso, del socialismo.
La conclusión de La obra de arte en la era de su reproducibilidad técnica –de la que se cumple por cierto su 75º aniversario– puede parecernos hoy ingenua. A mí me parece una acusación injusta. Benjamin no pudo ver cómo el hundimiento de la izquierda ha conducido a que el potencial democratizador de la fotografía, el cine o la televisión ha sido limitado debido al control capitalista de los medios de comunicación. Un ejemplo claro es la fotografía artística (y ahora también la de prensa): se positiva un número de copias determinado antes de destruir el negativo para evitar su reproducción ulterior y asegurar así su valorización en el mercado.
Pero el tiempo parece que devuelve al texto de Benjamin –como al de Marx que cité antes– su justa validez. La revolución informática y las nuevas tecnologías digitales de la información van incluso más lejos, ya que permiten enviar archivos digitalizados a usuarios que se encuentran en puntos distantes del planeta de manera rápida y relativamente barata, hacer indistinguible en una obra creada digitalmente cualquier diferencia entre un original y su copia e incluso eliminar las fronteras entre creador y receptor, permitiendo que incluso diversos usuarios trabajen simultáneamente en un mismo objeto (pensad en Wikipedia). Benjamin creyó ver estos avances en la prensa soviética de su época y en El autor como productor, una conferencia leída en 1934 en el Instituto para el Estudio del Fascismo, dijo:
«en la medida en que la literatura gana en amplitud lo que pierde en profundidad, la distinción entre autor y público, que la prensa burguesa mantiene de manera convencional, comienza a desaparecer en la prensa soviética. La persona que lee está lista en todo momento para volverse una persona que escribe, es decir, que describe o que prescribe. […] La competencia literaria no descansa ya en una educación especializada sino en una formación politécnica: se vuelve un bien común. […] en el caso de la prensa, de la prensa soviética al menos, es posible reconocer que aquel inmenso proceso de fusión del que hablaba hace un momento, no sólo pasa por sobre las separaciones convencionales entre géneros, entre escritor y poeta, entre investigador y vulgarizador, sino que somete a revisión incluso la separación entre autor y lector.» [7]
Las posibilidades creativas y científicas son, no hace falta decirlo, enormes. Incluso las empresas ya se están dando cuenta de ello y sacando partido: en el 2007 la industria china de la motocicleta, basada en pequeños y medianos talleres mecánicos, consiguió hundir la cuota de mercado de las grandes marcas japonesas hasta un 30% gracias a que compartían entre sí la información de todo el proceso de producción. [8] Podéis encontrar ejemplos similares en la mayoría de ramos de la industria, no sólo en las industrias culturales.
Termino. No he querido extenderme con los ejemplos. Podéis encontrarlos a cientos en Internet. Tampoco he entrado en cuestiones técnicas legales, la mayoría de las cuales escapan a mi conocimiento. Me he limitado a hablar de la propiedad intelectual en relación a la producción intelectual en un sentido muy amplio de este término, pero la misma lógica la podéis encontrar en las patentes industriales, farmacéuticas y biotecnológicas con consecuencias mucho más dramáticas: el descubrimiento de una cura efectiva contra el Alzheimer, por ejemplo, está actualmente bloqueado por 50 propietarios de patentes farmacéuticas.
Todos estos problemas no se resolverán hasta que todas estas reivindicaciones se eleven a una instancia política. No conviene llamarse a engaño: nadie quiere ser el último romántico que entrega toda su obra al dominio público mientras el resto obtiene beneficios. Hace falta tener las herramientas analíticas adecuadas y la tradición socialista nos la proporciona. Hay que evitar a toda costa, como ha advertido Lawrence Liang, de que el debate en torno a los derechos de autor se gentrifique y desarrolle una jerga alejada de otras luchas contra otros movimientos de acumulación y concentración de capital que buscan la extensión de la propiedad privada a nuevos terrenos, con las que está vinculado. [9] Para todo ello hace falta convencer a las fuerzas de izquierda de que cambien gradualmente la legislación e incentiven las formas de cooperación intelectual. Sólo así se podrá detener aquel «golpe de estado parlamentario» del que hablaba ya Marx en 1867.

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