Pilku
Con la caída del artículo 218, Uruguay ha decidido no aumentar los
plazos de derechos de autor. En cambio, ha optado por dar un debate
amplio sobre acceso a la cultura y derechos de autor en tiempos de
tecnologías digitales e Internet.
El
gobierno nacional se comprometió a instrumentar este debate en los
próximos meses, garantizando que todas las voces sean oídas y tenidas en
cuenta. Del debate deberían surgir propuestas legislativas y de
políticas públicas para adaptar la ley al nuevo contexto social,
reconociendo el derecho de todos a acceder al patrimonio cultural.
La
oposición al artículo 218 se expresó en la opinión pública a través de
un conjunto nutrido de instituciones y personalidades, quienes con el
lema “Contra la privatización de la cultura en Uruguay” pusieron de
relieve la visión mayoritaria en la sociedad de que el patrimonio
cultural no debería estar controlado por manos privadas, sino que
debería ser un bien común. Visión que se materializa en las prácticas
sociales cada vez más cotidianas de buscar, copiar, remezclar, crear y
compartir en Internet, y que es liderada por las generaciones más
jóvenes, entre quienes la compartición de música, juegos, videos y otros
tipos de obras ni siquiera se imagina como algo malo.
El
paradigma en el que está basada la ley de derechos de autor uruguaya es
el opuesto. Se ponen en manos de los titulares de derechos (los cuales
no siempre son los autores, dado que estos derechos suelen ser cedidos
por contratos a empresas intermediarias) todas las potestades para
prohibir la circulación de las obras. Más aun, la ley entiende que salvo
autorización por escrito del titular, toda reproducción es ilegal y
debe ser castigada penalmente.
Esta visión propietarista o
privatista de la cultura ha sido cuestionada desde que existe la
imprenta. Sin embargo, hasta hace pocas décadas no planteó problemas
visibles para el conjunto de la sociedad. Al fin y al cabo, la
reproducción de las obras era cara y solo podían hacerla imprentas y
editoriales. En aquel contexto tecnológico, las restricciones no tenían
mucho mayor efecto que el de regular la competencia hacia adentro del
sector editorial.
Sin embargo, con la aparición de las
tecnologías masivas de copia, y más aun, con las computadoras y otros
dispositivos digitales, los problemas del paradigma privatista de la
cultura se hicieron evidentes. Ahora ya no son las editoriales piratas,
sino los mismos usuarios de cultura, quienes pasan a ser blanco de las
quejas de los titulares de derechos. Las campañas masivas de
“concientización” contra la “piratería” hablan más de la preocupación de
la industria por perder en la práctica sus privilegios monopólicos, que
de una pretendida falta de educación de la ciudadanía. La gente sabe
que hacer copias o acceder a ellas sin autorización es ilegal, pero lo
hace de todas formas porque no cree que sea algo malo 1.
En
suma, el paradigma privatista de la cultura tuvo vigencia a lo largo de
la historia hasta que chocó contra la posibilidad concreta, brindada
por la tecnología, de que cada persona se convirtiera en autor y difusor
de cultura en gran escala. Ante esta oportunidad digna de festejo, que
amplía el acceso a la cultura de formas antes inimaginadas (el sueño de
cualquier bibliotecario), hoy nos encontramos sin embargo con un
conjunto de agentes de la industria y de entidades recaudadoras que, en
lugar de buscar formas de adaptarse a la nueva realidad social, tratan
de aferrarse a privilegios que la ley les otorga pero que la fuerza de
la realidad cuestiona cada vez más abiertamente.
Frente al
próximo debate sobre acceso a la cultura y derechos de autor en Uruguay,
tenemos el desafío histórico de pensar una futura ley adaptada a la
nueva realidad. La solución no parece pasar tan solo por hacer retoques
mínimos que corrijan las injusticias más flagrantes de la ley actual,
como la penalización del trabajo de archiveros y bibliotecarios, la
criminalización del acceso a materiales de estudio, la prohibición de
hacer copias de obras para uso doméstico, el impedimento legal de tomar
fotografías de esculturas y monumentos, la represión a quienes
redistribuyen obras agotadas, entre otros muchísimos absurdos.
Más
bien, conviene darnos cuenta de que estamos ante un cambio de época,
que reclama a su vez un nuevo paradigma para pensar el acceso a la
cultura y el trabajo de los autores. Como ya dijimos, con la
popularización de las tecnologías digitales la cultura ha pasado a ser,
por la vía de los hechos, un bien público. Estamos más cerca que nunca
de la biblioteca universal con la que soñaba Borges. Un nuevo paradigma
centrado en el bien común de la sociedad, antes que nada, debe reconocer
esta realidad y aceitar los mecanismos para alentarla. Por regla
general, las necesidades de la mayoría se anteponen a las necesidades de
unos pocos. El principio fundamental, por tanto, debe ser el acceso
irrestricto a la cultura. Las restricciones y monopolios sobre obras
culturales, en cambio, deben pasar a ser mecanismos excepcionales que se
utilicen de forma acotada únicamente cuando demuestren un bien para el
conjunto. En caso contrario, seguirá ocurriendo lo que ocurre hoy: las
restricciones por derechos de autor seguirán actuando como barrera a la
difusión cultural y bloquearán el acceso a todo lo que caiga bajo su
dominio 2.
Desde hace tiempo está demostrado que la gran mayoría de los autores no viven de las regalías por derechos de autor 3.
La negación de esta realidad ha llevado a que el Estado se desentienda
de los derechos fundamentales de los artistas y creadores: un salario
digno, salud y seguridad social. Hacer pasar al artista como miembro de
una clase diferente a la de cualquier otro trabajador tiene
consecuencias lamentables: en primer lugar, convierte el trabajo
creativo en trabajo precario, al alentar que los patrones e
intermediarios no paguen por el trabajo sino que prometan regalías a
futuro. Por otro lado, lleva a que muchos artistas tomen como prioridad
el reclamo de monopolios exclusivos, perdiendo de vista los derechos
laborales fundamentales. Además, rompe el vínculo de los artistas con la
sociedad, al criminalizar las prácticas cotidianas de acceso y
propiciar el enfrentamiento entre los artistas y los consumidores
“piratas”, que abarcan a la mayor parte de la sociedad. Por último, si
bien no logra impedir que la gente comparta cultura de manera informal,
criminaliza dichas acciones cotidianas de la población, atentando contra
las garantías constitucionales, y afecta la capacidad del Estado para
la difusión cultural, dado que el Estado no puede eludir las normas que
él mismo dicta en supuesto favor del arte y la cultura.
Un nuevo
paradigma sobre el derecho de acceso a la cultura y el trabajo de los
autores, por tanto, debe dejar de basarse en mitos caducos y buscar
soluciones reales que garanticen una vida digna para los trabajadores
del arte y la cultura, al tiempo que se derriban las barreras legales
para el acceso y la compartición.
Este camino requiere pensar en
conjunto, como sociedad, las leyes que queremos para el futuro. Para
empezar el debate, desde el movimiento #noal218 se han sugerido algunos
puntos de partida, que incluyen el reconocimiento de la compartición sin
fines de lucro, del remix y el mashup; la necesidad de normas que
protejan a los artistas en los contratos laborales; la libre
disponibilidad de obras financiadas con fondos públicos; la
fiscalización y democratización de las entidades de gestión de derechos
de autor; la búsqueda de alternativas al dominio público de pago, entre
varias otras propuestas 4.
Este es solo el comienzo del
debate. De aquí en más, será responsabilidad de la ciudadanía, y
especialmente del Estado, darle voz a todos los sectores interesados,
incluyendo el sector educativo, las bibliotecas, la amplia diversidad de
autores y, sobre todo, los consumidores de cultura, quienes, en
definitiva, somos vos, yo y toda la sociedad.